junio 04, 2012

Orina de murciélago o sangre de santo

La persecución contra Sanal Edamaruku por desvelar que el agua milagrosa y bendita que rezumaba un crucifijo en Mumbai provenía del desagüe de un retrete (vea la entrada anterior) me recordó una anécdota sobre William Buckland que relata Walter Gratzer en el muy recomendable libro Eurekas y euforias. Cómo entender la ciencia a través de sus anécdotas.

William Buckland, geólogo, sacerdote,
 paleontólogo y tragaldabas.
(Imagen D.P. vía Wikimedia Commons)
William y Frank Buckland fueron un importante dúo del naturalismo británico del siglo XIX, conocidos no sólo por sus trabajaos de observación de la naturaleza, sino también porque tenían la vocación, científica según ellos, de comerse a todo tipo de animal que se encontraran en sus pesquisas zoológicas. William, el padre, era el más audaz y despreocupado en sus aventuras gastronómicas (la historia registra que se manducó el corazón del rey francés Luis XIV que guardaba como curiosidad, reseco hasta el tamaño de una nuez, el arzobispo de Harcourt.

William no era sólo geólogo, plaeontólogo, profesor de Oxford y gourmet heterodoxo, sino que era un sacerdote que llegó a ser Deán de Westminster, posición bastante elevada en la jerarquía de la iglesia de Inglaterra.

Por ejemplo, como sacerdote protestante, William Buckland se casó y fue de luna de miel con su nueva esposa en 1826 a Italia, donde visitó la ciudad de Palermo. Lo llevaron por supuesto a visitar el santuaro de Santa Rosalía, ni más ni menos que la santa patrona de Palermo. En cuanto posó la vista sobre los sagrados huesos de la santa, esos huesos que ella misma (en aparición postmortem, se entiende) había ordenado que se llevaran en procesion por las calles de Palermo en 1624 salvando así milagrosamente a la ciudad de la plaga, William Buckland exclamó: "¡Esos son los huesos de una cabra, no de una mujer!"

Los sacerdotes trataron de discutir, pero Buckland sabía de huesos y los sabía identificar. Así que los encargados del establecimiento se apresuraron a explicar que Santa Rosalía no permitiría que viera la verdad de sus santos restos un protestante infiel.

Procesión de la fiesta de Santa Rosalía en Palermo, 2010.
Tomada de The Italian Piazza bajo política de fair use.
Por si las dudas, desde entonces y hasta el día de hoy, los milagrosos y curativos huesos etiquetados como "reliquias de Santa Rosalía" quedaron guardados de miradas molestas, descreídas y con conocimientos de anatomía comparada, en un coqueto osario sin ventanas. Osario que, por supuesto, se procesiona por las calles de Palermo con gran devoción todos los días 15 de julio para que los palermitanos le pidan protección contra las malvadas enfermedades.

La anécdota del libro de Gratzer que menciono se refiere a otra ocasión, durante una visita a la Catedral de San Pablo en Londres, se le mostró piadosamente al reverendo William Buckland una pequeña depresión en el suelo donde, decían los fieles (sin que los contravinieran mucho los encargados del establecimiento y el cobro de las preceptivas limosnas) había una extraña mancha que nunca se secaba, que nunca cambiaba y que, suponían todos en franco éxtasis religioso, era la milagrosa sangre de algún santo que así bendecía  a la lujosa catedral y a quienes tenían el honor de mantener con su trabajo y sudor tanto a la catedral como a los caballeros que en ella vivían como príncipes sin trabajar demasiado.

Conocedor de los animales y sus sabores más raros, Buckland se puso de inmediato a cuatro patas, husmeó el líquido, le dio un lametazo y declaró con enorme satisfacción: "¡Yo sé qué es esto! ¡Es orina de murciélago!"

Lo era, por supuesto.

Los milagros y las reliquias tienden a tener historias así de extrañas. Como productos del medievo, cuando era gran negocio tener algún despojo de santo, mártir o del propio Cristo, son producto de numerosas falsificaciones (como la del lienzo de Turín, vendido como la mortaja de Cristo). No era extraño así  que hubiera varias cabezas de San Juan Bautista veneradas en distintas iglesias, ni santos con tres o cuatro brazos.

Por supuesto, en el caso de Buckland era, finalmente, religioso cristiano además de ser un científico de los más avanzados de su época. Quizá por eso se ahorró las persecuciones salvajes y fundamentalistas que hoy vive Sanal Edamaruku por demostrar que otro presunto milagro más... simplemente no lo era.